GEOGRAFÍA FUNERARIA DE LOS NAHUAS
- Sandra Acocal
- 31 oct 2021
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 31 oct 2021
A propósito de la celebración de las fiestas de los muertos que inician en el mes de octubre y concluyen en noviembre en México, quiero compartir, de manera sintética, parte del trabajo etnográfico que he venido haciendo alrededor de los rituales mortuorios infantiles entre el pueblo nahua de Cuauhtotoatla. En esta ocasión me concentro en la ofrenda mortuoria y en las ideas alrededor de la muerte.

San Pablo del Monte Cuauhtotoatla (“en el monte donde abundan las aves o el agua”) [1] es uno de los sesenta municipios que integran el Estado de Tlaxcala. Situado al sureste, bajo la falda del volcán Malinche o Matlalcueyetl. Sus 82,688 habitantes se distribuyen en doce barrios y cinco colonias, colonias que están dentro de los barrios. Los barrios son San Sebastián, San Cosme, San Bartolomé, San Miguel, Jesús, San Nicolás, Santiago, Cristo, San Pedro, Santísima, Tlaltepango y San Isidro Buen Suceso. Exceptuando a San Isidro el resto se conformó a partir de cuatro barrios y un centro rector conocidos en el siglo XVI.
Cuando he preguntado a los nahuas a dónde van las personas cuando mueren la respuesta casi automática es al cielo, al infierno o al purgatorio. Una reflexión más profunda los lleva inevitablemente a complejizar la respuesta inicial. Ellos explican que cuando las personas mueren, su almatzi o yolotzi (“alma o ánima”) va a distintos sitios de la muerte.
Antes o en el momento de la muerte de una familiar, los nahuas se organizan para conseguir plantas, minerales y objetos indispensables para formar la ofrenda mortuoria, elementos con una connotación simbólica particular, los que se disponen dentro del féretro. Los nahuas de San Isidro tienen prácticas culturales distintas al resto de los once barrios, en esta ocasión me enfoco únicamente a esos once. La ofrenda mortuoria se integra de los elementos siguientes:
- La mitad de una barra de jabón amarillo y sin aroma
- Un jarrito de barro nuevo sin mayores adornos que unas grecas negras
- Una jícara de calabaza nueva y sin color
- Un puñado de tequesquite (sal mineral)
- Un manojo de pasto fresco y largo
- Un pequeño maguey con raíz
- Una vara de rosa de castilla con espinas y sin hojas
- Un estropajo de fibras naturales
La ofrenda se entrega a todos los difuntos sin importar su edad o sexo. El sentido que tiene se entiende a través de la historia propia, es decir, los discursos y las acciones nahuas que explican a la naturaleza, a lo sobrenatural, a lo sagrado y a los nahuas mismos a través del tiempo [2]. Todo íntimamente relacionado.
Para los nahuas la ofrenda mortuoria es la defensa que necesita el alma para cruzar los siete peligrosos caminos de la muerte y poder llegar al destino que le corresponde. Bajo sus ideas, al noveno día de la muerte los yolotzitzin (plural de yolotzi) inician un trayecto de un año. Atravesando los caminos siguientes:
1º El camino del bien y del mal: Octli de teotl ni octli de amocuali.
2º El camino de espinas: Octlitentocdezopotl.
3º El camino de basura: Octlitentoctlazoltech.
4º El camino de serpientes: Octlitentoccoame.
5º El camino de borregos: Octli de ixcame.
6º El camino de chivos: Octli de chitome.
7º El río o mar negro, o el río o mar de los perros: Atoyac de itzcuime (itzcuintli o chichi).
El orden de los caminos es mi propuesta, con el visto bueno de los nahuas. No todos los interlocutores los organizaron como los presento.
El trayecto inicia en el punto donde el yolotzi se enfrenta con el demonio, amocuali (“no bueno”). El mal intenta tocar al alma para llevársela, pero este pone de frente la vara de rosa de castilla y el mal se lastima con las espinas.
El segundo camino está lleno de grandes espinas (dezopotl), que no son un problema si el alma calza huaraches de ixtle, los que no forman parte de la ofrenda sino de la preparación del cuerpo.
El cruce de la tercera senda implica enfrentarse a la basura (tlazoltech), y más que lastimar al yolotzi lo manchan, la protección sigue siendo el calzado de ixtle.
En el cuarto camino esperan las coame (“serpientes”) devoradoras de almatzi, se les arroja tequesquite para comer mientras el alma huye.
El quinto camino es resguardado por un rebaño de borregos (ixcame), a quienes se lanza un trozo de jabón como alimento.
Los chitome (“chivos”) esperan en el sexto camino, el tequesquite o el jabón los entretiene mientras el almatzi se aparte.
El último camino es un ancho río o mar de color negro donde el yolotzi depende de la ayuda del perro que cuidó y protegió en vida. Algunos nahuas expresan que el perro además de ayuda a cruzar el río es el compañero de trayecto.
Cruzando el río, se extienden las moradas de los muertos, lugares de encuentro con los ancestros y los antepasados:
1. El lugar de los lactantes: Chichihuacuahuitl.
2. El espacio de los niños mayores: Piltonmimiquetzin.
3. El recinto de las mujeres muertas en el parto: Mixiuhque omomiquili.
4. Las habitaciones de las mujeres que no contrajeron nupcias ni tuvieron hijos: Ichpochlamacan.
5. El territorio del resto de los muertos adultos: Mihcapan.
Resultó confuso para los nahuas de definir los puntos espaciales donde se sitúan las habitaciones de la muerte. Sus respuestas fuero: “posiblemente en los cielos”; “en lugares inaccesibles de la tierra, como el interior de los cerros” o “debajo de la tierra”. De los nombres usados tradicionalmente en náhuatl, solo identificaron al Chichihuacuahuitl, los otros espacios no supieron nombrarlos. Las categorías que enuncio las hice basándome en los detalles que los nahuas dieron, y apoyándome en los conocimientos de la lengua náhuatl de la historiadora Fabiola Carrillo.
La vida de santidad no es el factor que determina el destino de los muertos, son la edad que tuvieron las personas al morir, las causas de la muerte, las relaciones que entablaron en vida y su alimentación.
El Chichihuacuahuitl (“árbol de senos”) es ubicado sobre los cielos, a él llegan los infantes de pecho, aquellos niñitos que nacieron muertos, murieron en los primeros instantes de su vida o al año de edad. El bautizo no es un requisito para permanecer en este sitio, pero se prefiere para ayudar a morir al pequeño cuando sufre, para tenerlo tranquilo y para darle una identidad con su nombre.
Los yolotzitzin de los conetzitzin (“bebés”) llegan al Chichihuacuahuitl y se sientan bajos sus ramas para esperar que la leche se desprenda. El jarrito y la jícara que llevan consigo les sirven para contener la leche. El árbol alimenta a los bebés por el tiempo que dure su estancia, y es que, a diferencia del resto de los muertos, ellos tienen una segunda oportunidad de vida. Dios los coloca nuevamente en los vientres de sus madres o de otra mujer.
Y toda acción de los vivos tiene implicaciones para los muertos. Cuando la madre llora demasiado la muerte de su bebé, la Virgen conmovida lo envía devuelta, pero el cuerpo yace debajo de la tierra y el almatzi no puede ocuparlo, generando profunda tristeza al bebé. Además, si a la madre se le solicita convide su leche a un bebé que lo necesita y ella se niega, su bebé pasará hambre en el Chichihuacuahuitl.

El Piltonmimiquetzin es la morada reservada para los infantes de uno y hasta once años. Los nahuas lo sitúan en el cielo e imaginan a los niños socializando, corriendo, jugando, compartiendo, comiendo. Describen la habitación como un lugar fértil de eterno verdor, donde cruza un río transparente y se extiende un extenso y bello jardín. Los mimiquetzin (“muertos niños”) tienen como trabajo cuidar ese jardín, toman agua con su jícara y su jarro para regarlo. Cuando no tienen esos enseres, toman el agua con sus manitas, mas cuando llegan al jardín el agua se ha escurrido por sus dedos y no pueden cumplir su trabajo. Una ancianita los vigila y los reprende cuando no trabajan.
El recinto de las mujeres muertas en el parto es el Mixiuhque Omomiquili, sitio donde se extiende un río cristalino. Por la muerte que tuvieron no pueden estar al lado de los otros muertos, la sangre del parto se lo impide y su estancia junto al río es para limpiarse la sangre, que parece no se detiene después de la muerte.
La geografía que ocupan las mujeres que mueren en la edad adulta, pasados los 40 años, sin haber vivido en pareja y sin hijos, es el Ichpochlamacan (“el lugar de las mujeres adultas solteras”). Estas mujeres deben atender a un demonio humanizado con las responsabilidades que los nahuas consideran debe tener una esposa, y amamantar a unas serpientes. Ellas degustan como alimento uñas como si fueran habas, tortillas de ceniza y sangre y pus como pulque.
En el Mihcapan (“lugar de los muertos”) los yolotzitzin comen, beben, se bañan, cuidan a sus animales, conversan, trabajan, socializan. El trabajo comunitario que están obligados a cumplir es cuidar, regar, deshierbar, abonar y vigilar el crecimiento de las plantas de un extenso y amplio jardín, como el del Piltonmimiquetzin. La vara de rosa de castilla, el maguey y el pasto que llevan como ofrenda los siembran en el jardín, que abonan con el tequesquite.
En conclusión, la muerte biológica no aparta a las personas de una dimensión cultural, ni las desliga con el mundo de los vivos. A la angustia de preguntarse a dónde van los muertos, los nahuas Cuauhtotoatlan ofrecen varias respuestas que relacionan a las personas y al grupo con aspectos sobrenaturales y sagrados. haciendo interactuar a la vida con la muerte.
Leer para conocer más:
Acocal Mora, Sandra, “Geografía funeraria nahua del centro de México en el siglo XVI. Los niños, la muerte y sus destinos”, en Revista de Historia, Patrimonio, Arqueología y Antropología Americana, número 4, Ecuador, 2021, pp. 100-113.
---- Mitos, tratamientos y rituales mortuorios infantiles entre los nahuas de San Pablo del Monte Cuauhtotoatla, México, Instituto Tlaxcalteca de Cultura, Gobierno del Estado de Tlaxcala, CONACULTA, PACMYC, 2014.
Carrillo Tieco, Fabiola, San Pablo del Monte Cuauhtotoatla, una historia a través de los estratos de la toponimia náhuatl, México, Instituto Tlaxcalteca de Cultura, Programa de Apoyo a las Culturas Municipales y Comunitarias, 2012.
Díaz Álvarez, Ana Guadalupe, “La primera lámina del Códice Vaticano A”, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, número 95, México, 2009, pp. 5-44.
Good Eshelman, Catharine, “Historia propia, vida ceremonial y continuidad cultural”, Mirada Antropológica, Nueva época, número seis, México, 2007, pp. 11-29.
Notas:
[1] Carrillo, 2012, p. 114.
[2] Ver a Good, 2007.
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