¿Qué pensaban los monarcas españoles, nacidos en Europa y con residencia permanente en el viejo continente, de sus tierras y súbditos de ultramar? No hay una opinión expresa de estos sobre sus posesiones transatlánticas pero el desarrollo político de la Monarquía Hispánica (siglos XV-XIX) arroja luz sobre este hecho, en tanto en cuanto las decisiones de los monarcas denotaban una mayor o menor importancia por los territorios americanos.
La relación entre los reyes españoles y sus súbditos americanos fue durante trescientos años una unión marcada por la distancia y el absentismo del monarca. Ningún rey de España visitó estas posesiones a lo largo de los tres siglos de dominio. La materialidad del monarca fue suplida con la figura del virrey, su alter ego, que solucionó el escollo de las distancias. Un océano se imponía ante el soberano y sus súbditos de ultramar y esto hacía difícil plantear un periplo de la familia real por América. A pesar de no ver nunca su rey, América festejó continuamente los ascensos al trono, bodas, nacimientos y defunciones de sus monarcas pues no dejaban de ser parte de Castilla y por lo tanto exhibían su lealtad a la corona.
Nos centraremos en nuestro caso en el siglo XVIII para intentar comprender qué papel jugaba América en la lógica política y dinástica de los miembros de la nueva dinastía reinante, la Casa de Borbón. La nueva centuria comenzó con el estallido de la Guerra de Sucesión española. Dos candidatos se disputaban el trono del fallecido Carlos II, el duque de Anjou, Felipe V, de la Casa de Borbón, y el archiduque Carlos, de la Casa de Habsburgo. El conflicto terminó en 1713 con la firma del tratado de Utrecht que supuso la pérdida de Europa, o sea, de todos los territorios dinásticos de la Casa de Austria, por parte del nuevo monarca Borbón. Felipe V conservaba la península y América. Un hecho destacable de la Guerra de Sucesión fue que, a excepción de algún conato de rebelión en los territorios americanos, nada de relevancia se produjo allí pues la guerra se dirimió en los campos de batalla europeos y no americanos.
¿Cómo era posible que no se tuviera apetencia por América, un territorio de enormes riquezas?
El conflicto sucesorio fue un conflicto dinástico, como su propio nombre indica, y tuvo su acción en el marco de los espacios dinásticos, o sea Nápoles, Sicilia, Milán y los Países Bajos. América no era entendida como un territorio de estas características. El nuevo continente solo importaba en razón a las ventajas comerciales que se podían obtener de él, como quisieron aprovechar Gran Bretaña y Francia. El gobierno de Londres era el que tenía más interés en el territorio americano y no en vano, al fin de la guerra, consiguió la concesión del navío de permiso y el asiento de negros, pero también hay que reseñar que sus esfuerzos militares fueron puestos en acción en Europa y no en América. No sería cierto decir que los gabinetes de Felipe V no se preocuparon por la situación americana. En 1717 se crearía el Virreinato de la Nueva Granada y se introducirían mejoras en la protección de América, pero, como veremos, el esfuerzo principal de los Borbones se centró en sus territorios europeos.
El estallido de los conflictos sucesorios de Polonia y Austria puso de manifiesto los verdaderos intereses de la nueva dinastía. España intervino activamente en ambos conflictos, centrándose concretamente en la recuperación de los espacios europeos perdidos durante la Guerra de Sucesión español. A pesar de que la lucha se extendió a América en la conocida como Guerra de las Oreja de Jenkins, importó más a los reyes de España el avance de las campañas en Italia. Este hecho se pone de manifiesto con la firma del primer y segundo Pacto de Familia (1733-1743) que unió a las ramas francesa y española de los Borbones con el objetivo de expandir el linaje por el viejo continente. El infante don Carlos adquirió los tronos de Nápoles y Sicilia y el infante Felipe el ducado de Parma. Como bien sostiene Christopher Storrs, en este momento el interés de los Borbones era esencialmente europeo y mediterráneo dejando a un lado los asuntos americanos. Sin embargo, estos conflictos eran cada vez más criticados por parte de los ministros de ambas potencias como el marqués de Argenson o Ricardo Carvajal. Aunque aún era pronto ya podía vislumbrarse aquello que competía al interés “nacional” y aquello que competía al dinástico. En este punto el primero quedaba supeditado al segundo y generaba censuras, pues se consideraban caprichos de la casa reinante, mientras se descuidaban los verdaderos intereses, o sea, el desarrollo y protección de las riquezas de las Indias.
Los reinados de Fernando VI y Carlos III pueden considerarse como una antítesis del representado por su padre. La neutralidad fernandina había permitido acabar con los conflictos dinásticos en Italia y proseguir una política de neutralidad vigilante aneja al cuidado de la península y las Indias. Estos deseos de neutralidad fueron proseguidos por Carlos III que, consciente de las apetencias de Gran Bretaña por las Indias, intentó proteger los espacios americanos. El estallido de la guerra de los Siete Años en 1756, conflicto dirimido especialmente entre Francia y Gran Bretaña, marcó un punto de inflexión con respecto a las anteriores guerras. Aunque la guerra tuvo un frente europeo, marcado por la rivalidad entre Austria y Prusia, fue el continente americano el verdadero protagonista del enfrentamiento. España y Francia se aliaron en el marco del conflicto por medio del tercer Pacto de Familia, pero este acuerdo ya no tenía los tintes dinásticos de los dos anteriores, se convirtió básicamente en una alianza ofensivo-defensiva con el propósito de frenar a Gran Bretaña en su expansión por el Nuevo Mundo, lugar al que los Borbones, décadas atrás, apenas habían prestado atención. El descalabro de la paz de París (1763) motivó a Carlos III a proteger sus posesiones ultramarinas pues los ingleses habían tomado en el curso de la guerra, La Habana, Florida y Manila. Las conocidas como reformas Borbónicas se aceleraron en América con motivo de esta derrota en la guerra de los Siete Años. Para centrarse por completo en el espacio americano, Carlos III cerró la posibilidad del estallido de cualquier conflicto en Italia mediante su acercamiento a Austria, en especial por medio de la boda de su hija María Luisa con el archiduque Leopoldo, gran duque de Toscana, y el pago de una compensación al rey de Cerdeña para que este no reclamara el Placentino. Parecía imponerse la lógica “nacional” por encima de la dinástica, sin embargo, la segunda no tardó en volver a supeditar a la primera.
El estallido de la Revolución Francesa y su expansión por Europa llevó a la Casa de Borbón a tener como vecinos a las peligrosas huestes revolucionarias. Por aquel entonces ya se encontraban en el trono Carlos IV y María Luisa de Parma. Los monarcas se alzaron como protectores de los Borbones italianos, especialmente de Parma. El gabinete revolucionario usó el ducado como peón para obtener réditos de los reyes de España. Las proposiciones del gobierno galo pasaban por la cesión de Luisiana a Francia a cambio del mantenimiento del estado patrimonial parmesano. El enlace en 1795 de Luis de Borbón, heredero del ducado de Parma, y de la infanta María Luisa, hija de Carlos IV, alimentó más el cuidado por mantener para sus descendientes el estado italiano. Volvía a imponerse el criterio dinástico por encima de la necesidad “nacional”. Los monarcas quisieron asegurar a toda costa un trono para su hija y por medio del Tratado de San Ildefonso (1801), Napoleón creó el reino de Etruria en la Toscana para el retoño del rey de España a cambio de la cesión del ducado de Parma y de la Luisiana. Los monarcas españoles veían satisfechas, de forma parcial, sus intereses pues no se pudo asegurar Parma, pero se obtuvo un establecimiento para la Infanta.
¿Cómo era posible que durante el siglo XVIII, algunos de los reyes de la Casa de Borbón prestaran más atención a unos minúsculos estados como Parma o las Dos Sicilias en vez de al gigante ultramarino, cada vez más indefenso?
Puede interpretarse como un error por parte de los monarcas Borbones que prestaran poca atención a América, pero esto detonaría no tener en cuenta la mentalidad de estos. Los soberanos vivían en un espacio europeo que era el único que conocían y que tenían más accesible. Además, la noción patrimonial de la corona seguía subsistiendo de forma perenne en la mentalidad de los monarcas y por ello estos no dudaron en promocionar costosas campañas para recuperar o mantener este patrimonio. América era una realidad que quedaba fuera de las miras de algunos soberanos, no era un territorio de carácter dinástico, pertenecía a Castilla y era considerada más como una fuente de ingresos que como un espacio del que hubiera que preocuparse en demasía. Las verdaderas inquietudes estaban en el viejo continente. Por ello, aunque parezca ilógico que Felipe V e Isabel de Farnesio primaran sus campañas italianas frente a la defensa de América, cada vez más codiciada por los ingleses, o que Carlos IV y María Luisa de Parma cedieran un territorio de millones de kilómetros cuadrados que dejaba desprotegida la Nueva España frente al avance de los nuevos Estados Unidos, por conseguir un diminuto territorio a su hija y a su yerno en Italia, no era algo irracional por su parte sino que imponían sus criterios dinásticos como algo prioritario dentro de su noción patrimonial de la monarquía. América estaba muy lejos para ellos, tal vez, si tras la invasión napoleónica, los reyes hubieran arribado a sus territorios de ultramar como estaba previsto, la realidad hubiera cambiado.
A pesar de que los consideraron de menor importancia, fueron los reinos de ultramar los que con sus riquezas financiaron desde el siglo XVI toda la maquinaria imperial de la monarquía en el viejo continente, incluidos todos sus desvelos dinásticos.
Leer para conocer más
Escudero, J.A., El Supuesto Memorial del Conde de Aranda sobre la Independencia de América, Madrid, BOE/UNAM, 2021.
Palacio Atard, V., El Tercer Pacto de Familia, Publicaciones de la Escuela de Estudios Hispano-Americanos de la Universidad de Sevilla. Madrid, 1945.
Storrs, C., The Spanish Resurgence, 1713-1748, Yale, Yale University Press, 2016.
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